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(Literatura) Conocemos muy mal la historia externa del romanticismo aragonés que, en todo caso, no fue muy brillante. Los dos escritores más destacados del período —el turolense Braulio Foz y el caspolino Miguel Agustín Príncipe
— no fueron románticos, y el último un equívoco valedor de lo clásico o lo ecléctico. Pese a todo, en torno al Liceo Artístico
de Zaragoza y su revista La Aurora
(1840-1841) hay un grupo de interés en el que destaca con luz propia Jerónimo Borao
; como cultivador del drama histórico de tema aragonés, sus éxitos son tardíos (coinciden casi con los de Marcos Zapata
, un retrasado beneficiario del tema) y ceden preferencia a los del citado Príncipe. Por su lado, José María Huici
es autor de algunas novelas históricas aragonesas que han de colocarse al lado de otras, como las dos que editó en Valencia el importante impresor (de origen aragonés) Mariano Cabrerizo: Las ruinas de Santa Engracia o el sitio de Zaragoza (1830) de Francisco Brotóns, y Marcilla y Segura o los amantes de Teruel (1838) de Isidoro Villarroya. Pese a aportaciones de valor tan menguado, sorprende lo duradero de los estereotipos románticos en Aragón: están todavía presentes en la primera Revista de Aragón
(1878-1880) y muy particularmente cifrados en la obra de una narradora, María del Pilar Sinués
, y del poeta Valentín Marín Carbonell
.
Al lado de esta parva cosecha propia, cobra, sin embargo, un considerable relieve lo que cabría llamar el «Aragón romántico» o, si se prefiere, el desarrollo de la imagen romántica de Aragón por artistas propios y, sobre todo, extraños. Existe, por un lado, la progresiva configuración del mito baturro , que ya asoma en alguna comedia de Bretón
y que tiene insistente cultivo aragonés en la segunda mitad del siglo (costumbrismo
). Pero, por otro lado y en forma más decididamente «romántica», surge otra imagen regional en la que influye el nuevo paisajismo, los temas históricos del pasado y los hechos históricos recientes (los sitios zaragozanos, en forma destacada). No es casual que dos de los tres grandes dramas históricos españoles tengan ambientación aragonesa: El trovador
(1836) de Antonio García Gutiérrez (ópera de Verdi en 1853) y Los amantes de Teruel
(1837) de Juan Eugenio Hartzenbusch. Y el mismo duque de Rivas, autor del Don Álvaro, había estrenado en el Cádiz liberal de 1822 su tragedia clásica Lanuza. Incluso el romanticismo teatral francés tuvo color aragonés por la ambientación aragonesa del Hernani (1830) de Víctor Hugo
(quien, pese a conocer España, nunca estuvo en Aragón) y la proclamada ascendencia «aragonesa» de su otro héroe, Ruy Blas (1838).
En 1848 el Aragón de José María Quadrado fija a su vez un repertorio de paisajes y temas de amplia bibliografía: el Somontano del Moncayo que inspiró a Bécquer
tantas páginas; la fantasía del Monasterio de Piedra, cantada por Víctor Balaguer
, Juan Valera, Campoamor y Núñez de Arce; la leyenda oscense de Ramiro II, glosada en La Campana de Huesca
(1852) por Cánovas del Castillo; la vida medieval de Ansó llevada a las tablas por Pérez Galdós
en Los condenados (1894)... Todavía el siglo XX el prolífico narrador «rosa» alicantino Rafael Pérez y Pérez ha llevado a paisajes aragoneses de Loarre y Albarracín algunos de sus personajes predilectos.
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